La Grieta Digital 9 - Julio 2013

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IRENEO FUNES: EL SUEÑO DEL REALISMO Y EL MAL RADICAL.

Por Milagros Benítez y Verónica S. Luna     

 
"Todos los artificios, todas las figuras de reversibilidad
que pueblan el universo borgeano pueden pensarse
como refutación de un único artefacto y de un único
par de personajes. Son la refutación interminable
del pupitre sobre el que Bouvard y Pécuchet
– y Flaubert junto con ellos –
se consagran a la copia interminable"
(Jacques Ranciére , Política de la literatura)

 
“Funes no sólo recordaba cada hoja, de cada árbol, de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido, o imaginado”; entre las descripciones y reparos del narrador, un hombre de letras que viene a dar con ese extraño criollo uruguayo, un “Zarathustra cimarrón y vernáculo”, aparece aquella referencia, que coincide casi literal y rítmicamente con la crítica que los defensores de las Bellas letras francesas escarnían sobre Proust – a cuya injuria encadenaban Flaubert, Balzac, Zolá. Henri Gheón, en la Nouvelle Revue Francaise escribía, en 1914: “(…) describe cada hoja, diferente a las demás, nervadura por nervadura, del derecho y del revés. Esa es su diversión y su coquetería. Escribe ‘pedazos’".
“Funes el memorioso” ha sido leído, usualmente en la serie de cuentos que se ocupan de poner en escena la defectuosidad del lenguaje para dar cuenta del mundo. Como en “El idioma analítico de John Wilkins”, Funes se encuentra entregado a un “sistema original de numeración” por el cual cada número – y se nos cuenta que ha rebasado el veinticuatro mil – tiene un signo particular, una marca, un nombre, imposible de regirse bajo las lógicas analíticas del sistema decimal. Ahora bien, habría otro aspecto en torno a esa imposibilidad de generalización que acucia a Funes, que deviene como consecuencia de otra imposibilidad: olvidar; se trata de la crítica al realismo francés y lo que Derrida, en “Mal de archivo” nombrara como “mal radical”.
Esos detalles que no son tolerables como invenciones, a los que “nos resignamos como insípido y ocioso de cada día”, que carecen de la disposición armoniosa del nudo y desenlace, y por libertad plena incurren en pleno desorden, son condenados por Borges como parte de la vana precisión del realismo, o lo que Ranciére llamó “el pecado francés”. Aquí podría decírsenos que lo que se pone en juego es la potencia del cuento como triunfo del artificio en oposición a las languideces de la novela. Sin embargo, no es una disputa de géneros la que está puesta a funcionar en “Funes el memorioso”, más bien pareciera tratarse de una irónica historia, encarnada en un “compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones”.
El narrador nos dice: “No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”. Funes es el sueño del realismo francés, la capacidad ilimitada de nombrar cada vez la repetición como una ontología imposible: nunca una nervadura de una hoja de un árbol de un monte son repetibles, el hic et nunc acucian constantemente corriendo las coordenadas. Funes, el Zarathustra cimarrón, podría ser el efecto exitoso de Bouvard y Pécuchet copiando en el pupitre. Este cuento contiene una lección y una ironía, o ambas al mismo tiempo.
Funes cumple el sueño realista pero no puede pensar, lo que, en la lógica borgeana es decir no puede inventar; sin embargo la lección no es tan inequívoca, el fracaso de Funes, como aquello a lo que Borges se opone, es la falta de reversibilidad: frente a la mala circulación de la letra, que sólo circula para bloquear el intercambio – el libro interminable, la palabra que lo diría todo –, la buena es la del sueño que puede ser soñado a su vez, que ya fue soñado un número incalculable de veces; la de la transformación del personaje en narrador, del lector en autor, del traidor en héroe. “La reversibilidad de las experiencias es justamente la atestación, dentro de la propia ficción, de la continuidad de las experiencias”, nos dice Ranciére.
Funes logra lo que Bouvard y Pécuchet hubieran deseado pero para mostrarles la inutilidad de tal conquista; quien no puede olvidar no puede pensar. En “La postulación de la realidad”, Borges ensayaba el problema: “En lo corporal, la inconciencia es una necesidad de los actos físicos. Nuestro cuerpo sabe articular este difícil párrafo, sabe tratar con escaleras, con nudos, con pasos a nivel, con ciudades, con ríos correntosos, con perros, sabe atravesar una calle sin que nos aniquile el tránsito, sabe engendrar, sabe respirar, sabe dormir, sabe tal vez matar: nuestro cuerpo, no nuestra inteligencia. Nuestro vivir es una serie de adaptaciones, vale decir, una educación del olvido”. Se comprende ahora que Funes pase su tiempo recostado en un catre, con la mirada puesta en la higuera o una telaraña, o simplemente a oscuras, sin prender una vela.
El rechazo a los teóricos franceses ya cosecha tradiciones y generaciones; de Punto de vista a la crítica cultural que se preocupa por encontrar en la tradición del pensamiento nacional las claves para intervenir en los debates literarios, políticos y filosóficos contemporáneos, el mote de afrancesado suele salir a la luz para acomodarse en alguna polémica. Pero aquí, hasta a Borges – que se fastidiaba la verborrea francesa -  se le escapó un precursor: Derrida. 
El mal radical no consiste en dar por tierra el sueño del realismo francés, al que, por otro lado, Borges no destruye sino que torsiona; lo que Borges señala es aquello que Derrida enunciara años después en “Mal de archivo”: el archivo se constituye en la falta, en la pulsión de archivación siempre infinita, en los agujeros que, cuando afectamos la disponibilidad del archivo, indefectiblemente aparecen para señalar que la anamnesis nunca nos devolverá la espontaneidad de un acontecimiento, y lo terrible de todo esto no es que olvidemos – que se elimine, que “falte” – por represión o destrucción, es que olvidamos por necesidad. Olvidamos, diría Borges, para ser capaces de pensar: el lenguaje es defectuoso porque nos señala la falta, y no sólo la arbitrariedad, quizás estemos acostumbrados a convivir con lo arbitrario, pero difícilmente con la falta.
Ese orillero de voz nasal, con “manos afiladas de trenzador”, ha propuesto un desafío: nadie ha podido escribir sobre él más que en modo insuficiente – pues nadie ha podido recordar todo lo que él para escribirlo. Borges escribe lo que un narrador, literato, cajetilla, porteño, dice haber visto por última vez en 1887 y que cincuenta años después tendrá publicación. Si allí la literatura no es sueño del mundo que también es sueño (hasta entonces, “diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo”), la historia muestra sus costuras al señalar cómo se nos habla con un lenguaje del olvido la historia de quien sólo puede recordar, y cuya vida consiste en que sólo puede recordar.
Finalmente, como sucede cuando nos encontramos cooptados por ese sistema vicioso que tejen los teóricos franceses, se cree que se tiene una hipótesis, ingeniosa y de buena sonoridad que torsiona lo evidente de una observación anterior, hasta que la encuentra en el artículo que nos negábamos a leer. Un amigo nos diría que no es coincidencia sino virosidad. Borges, nos dice Ranciére, ficcionaliza y teoriza el sueño de los franceses: “La supresión del defasaje de las palabras y las cosas es el sueño constitutivo a la sombra del cual se despliega el intervalo que las separa. Que las cosas no sean sino un tejido de ficciones y de signo en el que la voluntad se afirma y se autodestruye, ¿no era ya acaso la última verdad del realismo balzaciano? Que las palabras no sean sino estados de la materia, ¿no es también el sueño de Flaubert o el de Proust?”

 

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