Por Milagros Benítez
y Verónica S. Luna
que pueblan el universo borgeano pueden
pensarse
como refutación de un único artefacto y de un único
par de personajes.
Son la refutación interminable
del pupitre sobre el que Bouvard y Pécuchet
– y
Flaubert junto con ellos –
se consagran a la copia interminable"
(Jacques Ranciére ,
Política de la literatura)
“Funes no sólo
recordaba cada hoja, de cada árbol, de cada monte, sino cada una de las veces
que la había percibido, o imaginado”; entre las descripciones y reparos del
narrador, un hombre de letras que viene a dar con ese extraño criollo uruguayo,
un “Zarathustra cimarrón y vernáculo”, aparece aquella referencia, que coincide
casi literal y rítmicamente con la crítica que los defensores de las Bellas
letras francesas escarnían sobre Proust – a cuya injuria encadenaban Flaubert,
Balzac, Zolá. Henri Gheón, en la Nouvelle Revue Francaise escribía, en 1914:
“(…) describe cada hoja, diferente a las demás, nervadura por nervadura, del
derecho y del revés. Esa es su diversión y su coquetería. Escribe
‘pedazos’".
“Funes el memorioso”
ha sido leído, usualmente en la serie de cuentos que se ocupan de poner en
escena la defectuosidad del lenguaje para dar cuenta del mundo. Como en “El
idioma analítico de John Wilkins”, Funes se encuentra entregado a un “sistema
original de numeración” por el cual cada número – y se nos cuenta que ha
rebasado el veinticuatro mil – tiene un signo particular, una marca, un nombre,
imposible de regirse bajo las lógicas analíticas del sistema decimal. Ahora
bien, habría otro aspecto en torno a esa imposibilidad de generalización que
acucia a Funes, que deviene como consecuencia de otra imposibilidad: olvidar;
se trata de la crítica al realismo francés y lo que Derrida, en “Mal de
archivo” nombrara como “mal radical”.
Esos detalles que no
son tolerables como invenciones, a los que “nos resignamos como insípido y
ocioso de cada día”, que carecen de la disposición armoniosa del nudo y
desenlace, y por libertad plena incurren en pleno desorden, son condenados por
Borges como parte de la vana precisión del realismo, o lo que Ranciére llamó
“el pecado francés”. Aquí podría decírsenos que lo que se pone en juego es la
potencia del cuento como triunfo del artificio en oposición a las languideces
de la novela. Sin embargo, no es una disputa de géneros la que está puesta a
funcionar en “Funes el memorioso”, más bien pareciera tratarse de una irónica
historia, encarnada en un “compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables
limitaciones”.
El narrador nos dice:
“No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos
individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el
perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro
de las tres y cuarto (visto de frente)”. Funes es el sueño del realismo
francés, la capacidad ilimitada de nombrar cada vez la repetición como una
ontología imposible: nunca una nervadura de una hoja de un árbol de un monte
son repetibles, el hic et nunc acucian constantemente corriendo las
coordenadas. Funes, el Zarathustra cimarrón, podría ser el efecto exitoso de
Bouvard y Pécuchet copiando en el pupitre. Este cuento contiene una lección y
una ironía, o ambas al mismo tiempo.
Funes cumple el sueño
realista pero no puede pensar, lo que, en la lógica borgeana es decir no puede
inventar; sin embargo la lección no es tan inequívoca, el fracaso de Funes,
como aquello a lo que Borges se opone, es la falta de reversibilidad: frente a
la mala circulación de la letra, que sólo circula para bloquear el intercambio
– el libro interminable, la palabra que lo diría todo –, la buena es la del
sueño que puede ser soñado a su vez, que ya fue soñado un número incalculable
de veces; la de la transformación del personaje en narrador, del lector en
autor, del traidor en héroe. “La reversibilidad de las experiencias es
justamente la atestación, dentro de la propia ficción, de la continuidad de las
experiencias”, nos dice Ranciére.
Funes logra lo que
Bouvard y Pécuchet hubieran deseado pero para mostrarles la inutilidad de tal
conquista; quien no puede olvidar no puede pensar. En “La postulación de la
realidad”, Borges ensayaba el problema: “En lo corporal, la inconciencia es una
necesidad de los actos físicos. Nuestro cuerpo sabe articular este difícil
párrafo, sabe tratar con escaleras, con nudos, con pasos a nivel, con ciudades,
con ríos correntosos, con perros, sabe atravesar una calle sin que nos aniquile
el tránsito, sabe engendrar, sabe respirar, sabe dormir, sabe tal vez matar:
nuestro cuerpo, no nuestra inteligencia. Nuestro vivir es una serie de
adaptaciones, vale decir, una educación del olvido”. Se comprende ahora que
Funes pase su tiempo recostado en un catre, con la mirada puesta en la higuera
o una telaraña, o simplemente a oscuras, sin prender una vela.
El rechazo a los
teóricos franceses ya cosecha tradiciones y generaciones; de Punto de vista a
la crítica cultural que se preocupa por encontrar en la tradición del
pensamiento nacional las claves para intervenir en los debates literarios,
políticos y filosóficos contemporáneos, el mote de afrancesado suele salir a la
luz para acomodarse en alguna polémica. Pero aquí, hasta a Borges – que se
fastidiaba la verborrea francesa - se le
escapó un precursor: Derrida.
El mal radical no
consiste en dar por tierra el sueño del realismo francés, al que, por otro
lado, Borges no destruye sino que torsiona; lo que Borges señala es aquello que
Derrida enunciara años después en “Mal de archivo”: el archivo se constituye en
la falta, en la pulsión de archivación siempre infinita, en los agujeros que,
cuando afectamos la disponibilidad del archivo, indefectiblemente aparecen para
señalar que la anamnesis nunca nos devolverá la espontaneidad de un
acontecimiento, y lo terrible de todo esto no es que olvidemos – que se
elimine, que “falte” – por represión o destrucción, es que olvidamos por
necesidad. Olvidamos, diría Borges, para ser capaces de pensar: el lenguaje es
defectuoso porque nos señala la falta, y no sólo la arbitrariedad, quizás
estemos acostumbrados a convivir con lo arbitrario, pero difícilmente con la
falta.
Ese orillero de voz
nasal, con “manos afiladas de trenzador”, ha propuesto un desafío: nadie ha
podido escribir sobre él más que en modo insuficiente – pues nadie ha podido
recordar todo lo que él para escribirlo. Borges escribe lo que un narrador,
literato, cajetilla, porteño, dice haber visto por última vez en 1887 y que
cincuenta años después tendrá publicación. Si allí la literatura no es sueño
del mundo que también es sueño (hasta entonces, “diecinueve años había vivido
como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi
todo”), la historia muestra sus costuras al señalar cómo se nos habla con un
lenguaje del olvido la historia de quien sólo puede recordar, y cuya vida
consiste en que sólo puede recordar.
Finalmente, como
sucede cuando nos encontramos cooptados por ese sistema vicioso que tejen los
teóricos franceses, se cree que se tiene una hipótesis, ingeniosa y de buena
sonoridad que torsiona lo evidente de una observación anterior, hasta que la
encuentra en el artículo que nos negábamos a leer. Un amigo nos diría que no es
coincidencia sino virosidad. Borges, nos dice Ranciére, ficcionaliza y teoriza
el sueño de los franceses: “La supresión del defasaje de las palabras y las
cosas es el sueño constitutivo a la sombra del cual se despliega el intervalo
que las separa. Que las cosas no sean sino un tejido de ficciones y de signo en
el que la voluntad se afirma y se autodestruye, ¿no era ya acaso la última
verdad del realismo balzaciano? Que las palabras no sean sino estados de la
materia, ¿no es también el sueño de Flaubert o el de Proust?”
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